Mientras nuestro Volvo Crossover rugía por el desierto de Palmira a Damasco, parecía como un viaje de ninguna parte a ningún lugar, de no ser por el inimitable café Bagdad y su vibrante propietario de más de 70 años, en la frontera con Irak, donde una supuesta parada de cinco minutos se convirtió en un medio día encantador.

Deliciosas tartas de espinacas y el olor a carne quemada que, se supone, complace a los dioses en el cielo; pero, sin dudas, aviva los jugos gástricos de quienes se deleitan con su sabor. Niños que llevan pan pita caliente apilado sobre la cabeza, como si fuera alimento para el cerebro. La Mhammra picante no nos dejó sentir melancolía por nuestro hogar. La antigüedad de Damasco no solo se encuentra en sus vistas, sino principalmente en sus aromas. La fuerte presencia de las especias de origen indio, el perfume constante del mundo islámico y telarañas tan antiguas como la ciudad misma: todos estos sabores hacen que el lugar se sienta atemporal... y roce lo místico.

Bueno, los famosos hammams de Damasco... No los pudimos evitar. Nos cocinaron al vapor, cepillaron con alambres y golpearon hasta ponernos en forma (y quitárnosla), de manera brutal. Pero vivir la experiencia de un comerciante indio de antaño, en un hammam que comenzó a funcionar en 1180, no es algo de todos los días. Cuando le preguntamos al simpático Mohammad —personal del hammam y ávido espectador de cine indio— qué películas había visto, respondió: «Todas».

La historia de la política, guerra y religión escrita con una pluma y tinta del mismo color, hace de toda esta región un lugar de contradicciones imposibles. La dureza del desierto no ha mermado, en absoluto, la calidez y naturaleza acogedora de la gente que encuentras en las calles, los zocos y los restaurantes. El país necesita una completa renovación de sus relaciones públicas en el mundo.

Amor y bendiciones